Proverbio italiano.
“Una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja”,
“Se llamaba Fernando y era una buena persona…”.
Así me hubiera gustado comenzar el obituario del amigo hace casi trece años.
Las cicatrices del tiempo, que amortiguan la ausencia, pero no palian la muerte en sí, enfrían el sentimiento de rabia. De impotencia. Del ¿por qué a él, a una buena persona? ¿Por qué no un/a malnacido/a de los muchos/as que pululan por el Planeta?
Todo se contempla ya con otro prisma. Hasta tornarse un suave clamor.
En aquel ácido momento, cuando el cuerpo aún tibio reposaba en la caja de una de las salas, tuve que acometer el encargo. Honrar toda una vida de integridad. De la persona que marcó la presencia de tantos. Irradiaba señorío. Caballerosidad. Elegancia (hasta en bañador, caminando playas en Samaná). Aplomo. Sabiendo cohesionar a los que tenía a su alrededor como el mejor de los pegamentos.
El tiempo demostró también, por desgracia, que una vez desaparecido el vínculo que les aglutinaba, la magia que su fuerza interior irradió desapareció. El pegamento se mantuvo íntegro mientras él vivió. Una vez que ya no estuvo, algunos de ellos, allegados, no tuvieron la gallardía de preservar su legado. Presas, en ocasiones, de la ignorancia. En otras, de los celos y la envidia. Porque quien se fue era mejor que ellos… en todos los sentidos. Hasta envidiaron su muerte en sí y su apabullante despedida. Un protagonismo del que carecerán.
Hoy todo lo que él construyó se mantiene ajado y en torpe equilibrio. Con menos futuro que las ruinas que quedaron en pie tras el terremoto de El Cairo de Octubre de 1992, del que ambos fuimos testigos.
El periodista, y persona, era un mar de sentimientos en aquellos instantes. Y en la soledad de una de las oficinas del tanatorio, sentando consigo mismo, los sentimientos impedían que brotasen las palabras. Acuciaba el tiempo. El cierre de la edición del centenario periódico local. ¿Cómo lo llevas? Preguntaba cada cierto tiempo José Antonio, gestor de la idea y buen amigo entonces de ambos.
Y, entre más de una lágrima, unas cuantes, y reproches interiores por el tiempo que uno no vivió con él, o con el propio padre, desaparecido tan solo un mes y medio antes, se hilvanan palabras y líneas. Textos en los que sólo prevalece el corazón de la persona que las escribe. Despojado del periodista racional. Sólo sentimiento.
En ocasiones es necesario abandonar la coroza con la que nos protegemos. Y mostrarnos tal cual somos. Sin ambages. No por uno mismo. Por el que honras. Porque deseas que quienes no le conocieron sepan quién era. Que quienes sí gozaron de su presencia, le admiren aún más. Y que todos, todos, le sigan recordando.
Abrimos un breve paréntesis de dos párrafos:
(La muerte es terriblemente fría. Un miserable número. Hasta que te salpica de lleno. Cuando fui un guaje era habitual convivir con esa muerte “de los demás”, al observar cómo los parroquianos devoraban el periódico local comenzando por las esquelas. Un chato de vino o un café acompañaban el repaso del diario para ver si sus ojos se topaban con alguien conocido. Edad. Población. Descendencia. Un bosquejo de quién se ha ido.
Y cuando la cercanía de la parca rozaba la población, familia o allegados, lo habitual en el hogar era incrementar la colección de recordatorios. Ese pequeño impreso que se repartía al final del funeral, tras recibir sepultura el cuerpo. Una fila, más o menos larga de pésames, rematada por ese recordatorio que se llevaba a casa… para mayor gloria del finado. Y para hacer memoria vida de quién se fue y cuándo, al desempolvar recuerdos. Y de los que quedaron, afortunados).
¿El resultado del obituario? Torpes palabras escritas con el corazón… de corazón. Un recuerdo para la hemeroteca de un momento que no tenía que haber sucedido. De un maldito accidente de tráfico que se llevó a una buena persona (junto con Fernando cayó Manolo también): https://www.diariodeleon.es/articulo/leon/un-gran-emprendedor/201011270500001141357.html
Consuela al hacedor de palabras que mientras uno siga vivo, él permanecerá en el recuerdo. Y todos los que realmente se lo han merecido. El escritor periodista lo tiene claro. Hoy, porque sí, también está siendo un buen momento de honrarle, cuando ya muchos de los que se decían amigos y familia han dado la espalda a su fantástico buen hacer.
El tiempo nos juzgará a todos. Muchos iremos, probablemente, a engrosar las largas listas del olvido. Otros, como Fernando, forman parte ya de la intrahistoria, enmarcado en el «decorado» permanente de una historia más visible, parafraseando a Miguel de Unamuno. De una historia de la que fue actor principal.
Fue, es y será.